viernes, 4 de enero de 2008

Cuentos chinos, de Andrés Oppenheimer



I


Ando bastante cansado del libro de Andrés Oppenheimer Cuentos chinos, y no será porque estaba sobre aviso. El libro tiene vocación de best-seller, para convencer de las bondades del neoliberalismo y del Mercado a quienes andan ya convencidos. Aporta observaciones –en el sentido literal de la palabra- de cierto interés, pero saca de ellas conclusiones con la misma simpleza con que se ordeña una vaca. La misma solapa interior me había chirriado, con la foto del autor, exhibiendo sonrisa de argentino triunfador en Miami. Me preguntarás qué hay de malo en sonreír, y te diré que ciertamente nada, pero me incomodó abrir un libro sobre el estado del mundo y particularmente de Latinoamérica y encontrarme a su autor sonriendo, como si estuviese hablando de la boda del Príncipe. Critica, sí, a Estados Unidos por la “desastrosa decisión de lanzarse a la guerra de Irak sin el consentimiento del Consejo de Seguridad de la ONU”, lo cual sólo demuestra que no es un completo fanático; pero “desastroso” parece referirse a lo impopular de la decisión, cuando más apropiado hubiese sido cualquiera de las decenas de adjetivos mejor aplicables, haciendo alusión a la barbaridad, lo inhumano, lo depredador de la gesta. Latinoamérica, parece decir Oppenheimer, lo tiene difícil, pues no puede competir con China al no tener explotación infantil, trabajadores dispuestos a dormir en las fábricas tras doce horas de trabajo sin seguros sociales ni médicos, al no tener de la obediencia la misma concepción que los asiáticos. Es cierto. Pero cuando, unas páginas más adelante, cita a un empresario de la República Checa, sin ser rebatida su aseveración, diciendo que “la vieja Europa se hundiría muy pronto si seguían aferrados a sus vacaciones de 4 semanas, sus semanas de 35 horas y sus jubilaciones a los 55 años”, y que “la actual sociedad de bienestar de Europa Occidental es insostenible en el tiempo”, inmediatamente relaciono ambos comentarios, sin ser especialmente retorcido, creo, y concluyo que, entonces, la prosperidad de Latinoamérica, como la del resto del mundo, debe pasar por perder todos aquellos logros sociales que permiten que el hombre sea precisamente eso, hombre, al menos un poco más libre, y no siervo. La competitividad es necesaria, y la globalización hace que, estando todos en el mismo juego, nunca se podrá competir contra los países de enormes producciones que hacen de la falta de derechos de sus ciudadanos una ventaja en el comercio. No me negarás que algo no funciona. No me negarás que lo que hace falta es que también se globalicen los derechos sociales, y nivelando hacia arriba, no hacia abajo. No me negarás que, ante esto, seguir defendiendo la flexibilidad laboral y la desregulación para entrar en el juego de una competencia que no terminará jamás, confiando todas las expectativas humanas a las leyes del mercado, parece sospechoso de alta traición a la Humanidad, o por lo menos inconsciente. Más si se exhibe una sonrisa en la solapa del libro.

Oppenheimer pone en boca de sus entrevistados sus propios pensamiento de nuevo, esta vez con relación al peronismo. Periodo ciertamente fascista de la historia argentina, al seducir su discurso, a un tiempo, a las masas populares y a las fuerzas del orden -como bien aprendió de Mussolini-, periodo cuyos efectos posiblemente se sientan todavía hoy, no sea más que, precisamente, por esa bipolaridad maligna, el autor de Cuentos chinos rescata ahora las palabras de un ex miembro del Departamento de Estado de los Estados Unidos que dice que, por causa del peronismo, “el argentino espera que el estado le resuelva

II

No sé si me he excedido un poco con el Oppenheimer; tal y como están las cosas, no es poco eso de estar en contra de las dictaduras o admitir que hay que luchar contra la pobreza... Parece haber una nueva derecha que rechaza los golpes de estado, a la vez que venera las leyes del mercado como si fueran mandamiento sagrado. A esto se le llama centro, cuando no es más que otra forma de dar el poder a unos cuantos, privar al individuo de su esencia y reducir la política a economía. Ya no hace falta buscar el poder asumiendo el gobierno por la fuerza, porque el gobierno no tiene poder. Cuando se intenta recuperar el poder de lo político, se dice que peligra la nación. Obvio: el concepto de “país” ha quedado reducido a “producto interior bruto”, sin importar cómo quede distribuido. No es casualidad que en la inmensa mayoría de debates supuestamente políticos no se hable de otra cosa que de tasas de interés, inflación y balanzas comerciales. Dirás que sin considerar especialmente la economía poco se puede hacer en un país, y te daré la razón; pero crecimientos ha conocido la Argentina sin que hayan repercutido en el empleo, incluso crecimiento ha habido que conllevó el cierre de industrias, la destrucción de la producción, el aumento de la pobreza: busca Menem en la Enciclopedia de Horrores Recientes.
Lo que digo es otra obviedad, que parece no serlo a tenor de lo que tiende a considerarse la única solución posible según los defensores del “libre comercio por encima de todo”: tiene que haber todo un sistema de redistribución, reinversión y compensaciones territoriales y sectoriales para el dinero que se genere. Que no vengan con el cuento chino de que el jubilado no debe esperar nada de su país; ya estamos viendo que en Estados Unidos el enfermo tampoco puede esperar nada, ni podrá esperar nada el estudiante o el profesional que ha quedado obsoleto a pesar de haberse preguntado qué podía hacer por su país y haber decidido, como respuesta, dedicarse a alguna especialización de último momento que nunca será vocación para nadie. “Es problema de ellos, de nadie más, y menos del país”: no sé entonces qué es un país, si para defenderlo sólo hay que dejar que los poderes financieros tengan las manos libres. Eso sí, ojalá pudiera creer todo eso, me libraría de un montón de preocupaciones.
III
Creo que me ratifico en lo que dije sobre la sonrisa que luce en la solapa del libro: da miedo.
Si la competitividad es algo a tener en cuenta muy seriamente, cuando alguien se erige en su abanderado y deja caer que todo el país, toda la educación, todos los intereses e inquietudes personales, todo el tiempo libre, todo el espíritu de las naciones y, lo que es peor, incluso de la infancia, deben girar en torno a la competitividad y a su fomento, se me ponen los pelos de punta.
Cita en el libro como ejemplo a seguir el de un niño chino de 7 años, y no por que vea sólo 30 minutos de TV al día, que sería bueno, sino por todas las actividades que se ve forzado a realizar diariamente -escolares y extraescolares, musicales y deportivas-, todo ello a un ritmo que agotaría al más hiperquinético cocainómano de Wall Street.
Los detractores de la competitividad y del libre comercio, dice Oppenheimer, ponen excusas vagas atacando a algo que “llaman neo-liberalismo”. Es cierto que si todos los niños luchan por ser el mejor de la clase y consideran esta meta la única importante, el nivel de conocimientos pragmáticos de cada uno aumentará, y mejorará el nivel de instrucción del país. Pero si no aplicamos esta táctica a los niños-robot, sino a una competencia entre países, aunque todos luchen desesperadamente por mejorar la competitividad, siempre habrá unos más eficaces que otros. Total, siempre habrá desequilibrios, y la mayor sofisticación global de productos no garantiza más que al final, como mucho, se esté viendo por televisión a Tinelli en un aparato de plasma de 6.000 dólares. Y para ello, para poder llegar a semejante maravilla, tanta necesidad de competitividad habrá entre países que sólo quedará, no queda otra, como ya se está arengando, volver atrás sobre los logros sociales del último siglo. Mientras tanto, proliferan los programas televisivos dedicados a mejorar “la calidad de vida”, siguiendo constantes consejos estéticos y médicos que se acaban contradiciendo con el tiempo, ejercicios físicos en lugares cerrados al salir de la oficina y bebiendo zumitos que contienen misteriosas partículas con nombre de replicante de Blade Runner. También dice que, “al margen de algunas consideraciones morales”, la manipulación genética es la ciencia del futuro, y pone como ejemplo de santoral a Corea con la clonación de un perro.

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