viernes, 4 de enero de 2008

El hijo, de Solange Camaüer

He terminado de leer , Edit. Alfaguara, de Solange Camaüer ; transcribo el comentario que le he mandado.
Uno anda ya bastante harto de monólogos interiores. Las vanguardias se olvidan de dar un sentido a sus descubrimientos, hasta que el Joyce de turno viene a utilizarlos como herramienta idónea, y quedan no solamente justificados, sino convertidos en imprescindibles, lejos de la simple ocurrencia primera. Y nadie se acuerda entonces de Dujardin. Después el proceso se invierte, y el hallazgo vanguardista se va destripando, pasa de unos a otros, se manosea, y uno llega a toparse con el dilema de un hombre que no sabe qué corbata comprar narrado por sí mismo, en ese mismo momento, dentro de su mente, bastardeando el recurso, poniéndolo al servicio de un producto que, casualmente, tiene formato de libro y, por ello, solamente por ello, queda comprendido dentro lo que se conviene en llamar “literatura”.

Seguro que el monólogo interior, y no digamos el discurso libre directo, son las herramientas que primero aparecen en un manual de “Escriba sin esfuerzo y con un look atrevido” que espero descubrir algún día en un salón decorado a la intelectual. Para cuando sucede esto, Virginia Wolf ha sido olvidada en su porqué –queda sólo la forma sin justificación, que equivale a decir queda poca cosa-, al portugués Lobo Antunes no hay dios que lo lea, y lo que se vende acaba siendo la mierda en vez del pañal.

Este empobrecimiento de recursos valiosos, de instrumentos que tanto tardaron en ser descubiertos puestos ahora al servicio de la mediocridad, es posiblemente el causante de otra epidemia, la de dar por muerta la novela cada año bisiesto. Y uno, que tiende a pesimista, escribe sus novelas con la idea de estar concibiendo un hijo que nacerá muerto.
Pero no. De repente aparecen libros como El hijo. Y uno se siente más inseguro todavía, porque si lo que escribo ha perdido el estigma de género muerto, tampoco se beneficiará de de pésames ni palmaditas en la espalda.

El hijo no adopta el monólogo interior porque sí, porque se lleva esta primavera, ni porque gracias a él es más asequible narrar lo que de otra forma resultaría muy trabajoso. No es gratuito. Camauër no se apoya en él buscando la solución fácil: en El hijo todo es esfuerzo para su autora, y esto se nota, primero, en que todo es sencillo para el lector: éste no ofrecerá resistencia, se verá conducido por el ritmo, por las reflexiones planteadas con claridad –la cortesía del filósofo, decía Ortega -, por la pluralidad ordenada de voces.

Camauër trae al mundo una novela hecha a conciencia; tanto que al final se permite hablar del monólogo interior de los personajes, su instrumento –de la autora y del narrador-, dándole el significado que quizá hubiésemos intuido, pero sin que esté de más; al contrario, había que decirlo: es precisamente así que los monólogos cobran sentido, y dejan de ser una herramienta al servicio de nada para convertirse en una reivindicación explícita: la que exige que nada sea gratuito, y menos la forma adoptada.Una objeción, irrisoria, debe hacerse a la definición de la novela como “policial”. Nos estamos olvidando de algo tan elemental como que toda historia debe tener un desarrollo y un desenlace no demasiado previsible. ¿Cómo en la novela policial? Sí, también.

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