viernes, 4 de enero de 2008

LA MARISCALA

Ustedes saben que no me gusta hablar de vidas ajenas. Pero esta vez sería injusto no hacerlo. ¿Si el regalo fue por arrepentimiento o por culpa? No, no se equivoquen: el regalo fue el origen, no la consecuencia. De todos modos, él no es un mujeriego: es un revolucionario. Se lo regaló por el veinticinco aniversario de la boda, creo. Era el sueño de ella: al fin la Mariscala había conseguido el abrigo de visón. De visón sintético, claro. Pero visón al fin.
Desde que se lo regaló, no fue la misma. No se lo quitaba en todo el invierno, se habrán dado cuenta, ni siquiera para fregar las escaleras. Ya no se le ponían las rodillas de un morado nazareno por genuflexión penitente ni se le dormían las piernas. El abrigo era impermeable a las miradas soberbias de los vecinos, que parecían resbalar por la piel del visón y caían al suelo, junto con las colillas que le tira la gente a los pies, con un buenosdías que nunca significa buenos días, sino vaya uno a saber qué. Ella luego barría: el polvo, las colillas y las miradas despectivas; los juntaba en el recogedor y los tiraba al tacho, en silencio. Se la veía tan orgullosa, tan digna, que poco importaba que el abrigo fuese sintético... Al salir del edificio, lo hacía como un vecino cualquiera, solemne, con esa sobriedad que otorgan los uniformes. Empezó a fumar unos pitillos extrafinos, largos, muy marlendietrich, que manchaba de carmín y tiraba a los pies de su marido. Y aquí empezó todo.

Consiguió que su hijo se cortase el pelo. Y consiguió más: que de traje y corbata, bien uniformado, dispuesto a buscar un trabajo decente, cansado ya de sus amigos músicos, dijera estar dejando ciertos vicios, vaya uno a saber. Y la hija mayor —recordarán, secretaria desde hace años—, pasó de repente a ser Administrativa de Dirección; aunque me confesó con cierto rubor que, en el fondo, venía a ser lo mismo, sólo que ahora se dice así. No sé. Incluso dejó de comprar revistas del corazón para pasear con Ámbito Financiero bajo el brazo: paso lento, firme, como de desfile de infantería, con botas de taco y todo, tac-tac-tac-tac. Y los tres hablaban de la in-se-gu-ri-dad. Sospechaban de los melenudos, de los ateos. Y del doctor Barrenechea —sí, como lo oyen—, a quien pasaron a llamar, simplemente, “el puto del tercero”... Ah, ¿pero no sabían?

En cuanto a él, el marido… Daba la sensación de que le habían degradado. Quién sabe si por insubordinación o algo así: siempre insistió en no afeitarse esa barba que tiene. Se le ve cada vez menos por el edificio, sí, y por la escalera bajan muchos rumores, aquí estamos.
Pero lo cierto es que fue deportado al bar de la esquina —ese que se llama “El Refugio”, ni hecho queriendo—, con esa voz de cañonazo que la Mariscala reservaba para él.
Gran error, eso del destierro. El marido, al principio, allí se la pasaba solucionando crucigramas, distrayéndose durante su exilio conyugal: 2. Horizontal, seis letras, Expatriación, generalmente por motivos políticos. Simplemente huía. Y se acordaba del abrigo de mierda, claro. Al menos en un principio, ya digo. Todos se han fijado en la dueña del bar, y él no iba a ser menos. Esas piernas, ese escote que rebosa como las bandejas de asado que sirve con tanta gracia, con ese movimiento de caderas que…perdón, mejor sigo contando.

Él no levantaba la cabeza de Página; pero, poco a poco, sonrisa va, sonrisa viene, 2.Vertical, cuatro letras, placer venéreo, otro cafecito, por favor, 7.Horizontal, diez letras, Inquietud, alboroto, sedición… aquí debió venirle la idea: ¡Revolución!. Aquello no podía seguir así. Una cosa era ser paciente, incluso agachar la cabeza —sí cariño sí mi amor—; y otra, muy distinta, compartir cama con ese bicho sintético; sufrir destierro por no querer afeitarse la barba y tener que pedir asilo en el bar de abajo; o bien, dormir del lado que estricta y muy fronterizamente le correspondía, pues traspasar esa barrera con barba era como hacerlo sin pasaporte: suponía derechito al sofá te vas ahora mismo pedazo de vago. No podía esperar al final del invierno, ni siquiera estaba seguro de que, llegado el verano, ella se desprendería, por fin, del abrigo-pijama. Debía atacar donde más dolía: vaciar de autoridad a la Mariscala, como todos la empezamos a llamar en el edificio.
Así que qué bien le sienta el delantal, está muy linda esta mañana —frases de esas, sin buscar demasiado—. Pero tanto va el cántaro a la fuente que, al fin —11.Horizontal, ocho letras, tener ayuntamiento o cópula fuera del matrimonio—, cántaro y fuente, barba y delantal, terminaron chorreando, y no precisamente agüita fresca del arroyo. Y esta es la historia, y no otra, del delantal del Refugio y del refugio en el delantal. El abrigo era impermeable a las miradas soberbias, sí; pero no a los buenosdías que ahora significaban soscornuda y no cualquier otra cosa.
Cuestionada su autoridad, fue cuando prometió una Gran Transformación, así, con mayúsculas, para echarse a temblar: prohibió las reuniones de más de tres personas en los descansillos; en el ascensor dejó de sonar música y comenzó a escucharse una emisora; llegar a casa más allá de la hora cero provocaba marciales miradas de reproche, que se sentían a través de la mirilla. Y al día siguiente, uno estaba seguro de ser molestado a primerísima hora de la mañana a escobazos contra la puerta, entre maldiciones y pandilla de vagos así va nuestro país sin disciplina y sin rumbo.

Pero ya nada parecía servir: el visón sintético había perdido su poderío y, sin autoridad, tocada bajo la línea de flotación, la Mariscala había perdido la batalla. Golpe maestro, el de su marido. Por eso pueden reunirse de nuevo en la escalera y chusmear, como lo están haciendo. Y, como iba diciendo, ya se ve por qué afirmo que el marido no es un mujeriego sino un revolucionario. El abrigo no fue un regalo como esas flores que llevan los hombres a sus mujeres, por la noche, para ocultar el olor a bombacha extramatrimonial. Él no es un hombre infiel por naturaleza, sino por principios. Por rebeldía contra el poder establecido, y establecido de forma tan violenta en el seno de su familia, así, sin previo aviso, quebrando la paz, las jerarquías, con abuso de confianza y al abrigo del abrigo. No quería seguir sometido, sólo conservar su barba de reminiscencias setentistas que, al parecer, no combinaba bien con el abrigo de visón ni con la corbata ni con la Administrativa de Dirección ni con la Gran Transformación ni con la madre que lo parió.

* Mi agradecimiento a Marcelo di Marco por su ayuda a la hora de convertir el texto en lo que ahora es (algo casi potable).

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