martes, 8 de enero de 2008

Los placeres y los Andes*

Ruta de los Siete Lagos

La concepción del mundo según Dionisos combate lo cotidiano con el abismo de olvido que provoca toda fiesta voluptuosa. De esta esfera superior frente a lo vulgar y a la rutina no siempre se puede regresar.
Villa La Angostura, capital de la pesca de salmónidos pero sobre todo uno de los lugares con más atractivos naturales de Argentina, contaba hace una década con apenas 3.000 habitantes: tiene hoy unos 13.000. Por algo la frase que más se oye en la región es “me quiero quedar acá”. Y muchos se quedan. Es la embriaguez de la Naturaleza, la liberación a través de los instintos.

Aunque en realidad la Ruta de los Siete Lagos es el nombre que se da a la carretera 234 que une San Martín de los Andes con Villa La Angostura (114 kilómetros), el término se ha hecho extensivo al recorrido necesario para conocer todos los lagos de la comarca andina. “Hacerse la R7L” supone una peregrinación tras cuantos placeres nos hagan olvidar la náusea urbana, adoptando tal vez al volcán Lanín como santuario pagano, y aprendiendo la liturgia por el camino.
Serían dos opciones distintas las que cabría proponer aquí, si no fuese porque quien ha aprendido ya a disfrutar sin tapujos no ve incompatible dormir un día en un hotel con embarcadero privado o chimenea en la suite con, al día siguiente, decidirse a montar una tienda de campaña bajo un asombroso cielo estrellado mientras chisporrotea en la parrilla medio cordero patagónico. De lo que se trata es de gozar, sin prejuicios. Y un amanecer al borde del lago Correntoso, mientras los primeros pescadores de truchas se calzan las botas, es motivo suficiente para perder los últimos tabúes.
El bosque lo invade todo. Contra las imposiciones apolíneas de la gran ciudad, Dionisos se presenta en la provincia andina de Neuquén entre lengas, ñires, robles y maitenes; se nos aparece entre sarpullidos de frutas silvestres que conducen a un salto de agua; o tras la madera hogareña del ciprés en cabañas para dos o incluso en edificios municipales. Y ofrece la chimenea como excusa, al caer la tarde, para abrir un buen vino y lo que venga.
Reconciliando al ser humano con la naturaleza, la orgía no es posible sin un estofado de ciervo, una trucha a la brasa con salsa de hongos, pasta rellena de jabalí o trucha: el plato sale por unos 6 euros en un buen restaurante. Tampoco se puede pasar por alto el variadísimo éxtasis de helados de frutos del bosque, ni el chocolate de Bariloche.

De Bariloche partirá quien viaje en avión. Es una ciudad de 78.000 habitantes que combina formidablemente la movida del turismo convencional con las grandes posibilidades de disfrutar del paisaje y las excursiones. Porque la idea es otra -por poco ruido que encontremos será ya demasiado-, nos conformaremos con las panorámicas espectaculares del Cerro Campanario y el parque Llao Llao.
Y partiremos hacia el siguiente punto de la ruta, en un buen 4x4 de alquiler o, por qué no, en una de esas antiguas autocaravanas que nos cruzaremos en los caminos polvorientos. Esta travesía pagana deja a un lado el Parque Nacional Nahuel Huapi y sigue por la Ruta 65 hasta Villa Traful, atravesando un bosque de imponentes coihues, cuya madera rojo intenso es empleada para puentes y muelles lacustres.
Cuenta esta localidad con unos 400 habitantes y un entrañable puerto deportivo de embarcadero de madera; el centro, como una maqueta, se compone apenas de un juzgado de paz, una capilla, un par de restaurantes y una chocolatería. Sobre el lago Traful, el mirador del acantilado proporciona maravillosas vistas. Se puede bucear en su Bosque Sumergido: la transparencia de las aguas permite ver truchas nadando entre los árboles, y comprobar los efectos de la erosión glaciaria y de la actividad volcánica. No muy lejos, el Valle Encantado es una exposición natural de rocas esculpidas por el viento y la lluvia, como los “Dos Vascos con Boina”.
Dicen que el Bosque de los Arrayanes, ya en Villa La Angostura, inspiró a Walt Disney para su Bambi; uno sospecha más bien, durante los 12 kilómetros de caminata (puede accederse también en catamarán), la presencia de un coro báquico entre la madera rojiza y sedosa del arrayán. En cualquier caso, es el único punto del planeta donde puede verse una concentración semejante de este árbol color canela y de frutos balsámicos.
Serpentea la R7L, entre valles y espejos de agua, por los antiguos territorios de los indios Mapuche. Patriarcales, tímidos y con la leña de sus cocinas a cuestas, los pocos aborígenes que van quedando se han reconvertido en concesionarios de camping entre la resignación y la bonhomía; viven en modestas casitas de madera coronadas, eso sí, por una desproporcionada antena de televisión vía satélite.
San Martín de los Andes nos presenta el lago Lácar y sus playas, la Cascada del Arroyo Grande; su Cerro Chapelco, sus quesos y sus fiambres ahumados de jabalí. Ya hemos dejado atrás el Lago Escondido, el Falkner, los ciervos colorados a orillas del Lolog. Con ocasionales compañeros de ruta habremos compartido más de una parrillada y buen vino patagónico, con ese empeño por la abolición del individuo y de las castas que tiene la liturgia de las bacanales en torno al fuego.
El Tromen, rodeado de araucarias; el Huechulefquén, el Paimún: nombres de lagos con sabor a torta frita mapuche y a dulce de rosa mosqueta. El impresionante volcán Lanín, con sus nieves perpetuas, preside todo el paisaje.

Si hay un destino final será éste, el Parque Nacional Lanín, y puesto que a lo sublime le estorban los oropeles, un lugar inigualable para dormir en tienda de campaña.
Y así nace la Tragedia: con el descenso a la rutina y a lo absurdo, alejándonos de los placeres pero evocándolos obstinadamente. A menos que, en algún momento, hayamos pronunciado uno de esos muchos “me quiero quedar aquí” que, bajo la Cruz del Sur, habrá adquirido tono de auténtica revelación.

* Artículo publicado en la Revista GEO en 2006, con “algunas” modificaciones, bajo el título de Un lugar para quedarse a vivir (?).

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