jueves, 17 de enero de 2008

Tontos

Hay dos cosas que me irritan especialmente en todo esto de la televisión : una, que se adopte como modelo a seguir a la gente más mediocre y por debajo de la media del panorama argentino (aunque está pasando en todas partes, lindo consuelo); y dos, tener que enterarme de la vida privada y las intimidades de estos individuos aunque intente evitarlo: odio tener que tragarme, en contra de mi voluntad, lo triste que está éste por haber sido abandonado o de a quién se está cogiendo aquél.
¡Yo he puesto el noticiero! Y sí, es el noticiero, nomás... ¿Por qué esta gente es noticia? ¿Por qué si un noticiero dura lo mismo que siempre hay cada vez más noticias que no lo son? ¿Quién se queda con las de verdad?
Pero, además de esas preguntas, lo más importante: ¡no quiero enterarme de todo eso!
Es algo que me toca mucho los cojones.

Umberto Eco habla en uno de los artículos que reúne en A paso de Cangrejo del fenómeno televisivo que crea famosos salidos de la nada comparándolo, con toda razón, con la taberna en la que se invitaba a unos vinos al tonto del pueblo para que hiciese un poco el ridículo y reírse a su costa. El tonto del pueblo sospechaba a veces que le tomaban el pelo, o que esa podía ser la finalidad de la invitación, pero a cambio se tomaba gratis un par de tragos. Si no, se quedaba feliz con ser el centro de atención durante un rato.

Por otra parte, J. J. Sebreli, en Buenos Aires, vida cotidiana y alineación, nos recuerda cómo la oligarquía era especialmente cuidadosa preservando su intimidad: no se trataba de seguir férreos patrones morales sino de crear un halo de misterio, al no dejarse ver por las clases inferiores y dejar que éstas idealizaran a toda la aristocracia, sus modos de vida.
La conducta hermética de la oligarquía, manteniendo su privacidad, creando códigos de lenguaje propios para detectar advenedizos, creaba gran interés en las clases populares y en la clase media: si el proletariado de las ciudades jamás podría siquiera soñar en vivir como la oligarquía, la ascendiente burguesía le iba detrás, intentando concurrir a los mismos lugares, adquirir los mismos hábitos. Sin embargo, unos y otros sentían tanta atracción con lo que sucedía de puertas adentro de las mansiones, en sus fiestas exclusivas, que comenzaron a consumir toneladas de crónicas sociales.
La oligarquía se sabía centro de atención, ejemplo a seguir, y el resto de la sociedad miraba desde las crónicas cómo se comportaban, qué era eso de ser importante.
Que las crónicas sociales en las que aparecía la aristocracia porteña quedaran poco a poco reemplazadas por las que relataban vida y milagros de los actores de cine y teatro pone en evidencia la necesidad, además, de dedicarse al voyeurismo: el objeto observado es otro, se pierde el interés por unos individuos considerados ociosos y aburridos a medida que la inmigración impone como valores el trabajo y la condición de selfmademan.

Tenemos así dos objetos sobre los que fijar la atención: el tonto del pueblo de un lado y la aristocracia y los actores de otro.
El tonto del pueblo, pese a ser el centro de atención durante el tiempo que tardan los parroquianos en cansarse de hacer bromas a su costa, jamás pasa de la categoría “tonto del pueblo”. Como señala Eco, estos individuos cobran protagonismo precisamente por su condición de mediocres, de por debajo de la media y la televisión rescata a estos personajes para la carcajada general. Pero por el mero hecho de salir en la pantalla, se convierten en famosos en un momento en que la fama se confunde con el mérito. Consecuencia: esta mediocridad pasa a ser el modelo a seguir por el simple hecho de aparecer en televisión, medio dedicado en algún momento a narrar acontecimientos importantes y entrevistar a gente que tenía algo que decir.

Por su parte, la masa dedicada a seguir los avatares sentimentales de los aristócratas y famosos tiene ahora la herramienta de la televisión para, además, reírse del tonto del pueblo sin tener que bajarse a la taberna del barrio, sin contar con que en todo el país, incluso traspasando las fronteras, se pueden encontrar muchos más tontos que, por si fuera poco, se las tienen que ver ante burladores profesionales, expertos en meter el dedo en el culo, reclutados de entre los periodistas mediocres que jamás serían tomados en serio y tienen por ello la suficiente dosis de resentimiento como para hacer con el sujeto más ridículo una carnicería: el mismo personaje que en la taberna, por culpa de su frustración, hostigaba al tonto hasta hacerlo llorar y era interrumpido y reprendido por el resto de los parroquianos aparece en los platós con los dientes afilados. Pero en la televisión nadie frena a nadie: ya a estas alturas está claro cuál es el negocio, y es aportar esa dosis conjunta de voyeurismo y de crueldad pueblerina en dosis desmedidas y con la ventaja de no sentirse ni mínimamente culpable porque, en todo caso, es el tonto de otro pueblo, y allí sabrán qué hacer con él.
De todas formas, tampoco hay mayores razones para sentirse culpable: el tonto y el famoso comparten el medio televisivo, y para el tonto ya es bastante premio. Mucho más que el vino barato de la taberna del barrio.

La cultura de masas no busca a los mejores actores ni a los mejores cantantes -de la misma manera que la mejor literatura no es la más vendida desde que la alfabetización generalizada abrió un mercado mucho más amplio pero menos erudito-, y hace hablar a gente que jamás hubiera debido tener un micrófono delante. Cuando se saca de su hábitat natural a ciertas celebridades, cuando se le quita la pelota a un futbolista y se pone ropa de calle a una modelo, estos personajes envidiados y famosos, estos mitos populares dicen cosas a la altura de cualquier tonto del pueblo. No se les puede exigir otra cosa, pero ellos piensan que tiene algo importante que decir y la gente quiere escuchar cuál es el secreto de su éxito, acercarse a sus vida privadas, mirar por el ojo de las cerraduras como antes se intentaba conocer qué sucedía en las fiestas exclusivas de la oligarquía.
Así, llega un momento en que ya no se sabe quién es quién, y el tonto del pueblo pasa a cobrar fortunas por no decir nada o, peor, por contar a todo el mundo quién es su nueva pareja, por dejarse ver en su nueva casa, por aparecer en la playa enseñando unas tetas que se acaba de comprar. Y la confusión se va produciendo en poco tiempo.
Puesto que cobra por todo esto, ya no puede ser considerado el tonto del pueblo: ella tiene sexo con futbolistas y empresarios, él aparece en una pileta tomando sol con una modelo deseada por todo el país y, por si fuera poco, vive de ello... ¿Quién es el tonto ahora?
La respuesta es sencilla: quien todavía no aparece en televisión, quien escribe libros “difíciles de entender” y por tanto de escasa repercusión mediática, quien compone música para "señores aburridos de esos que van al Teatro Colón", quien pinta unos cuadros que los turistas en los halls de los hoteles de moda no comprarían jamás como souvenir.

Al ser tan fuerte esta confusión entre el famoso por mérito y el tonto famoso, los noticieros ya no saben discernir ente qué acontecimientos deben ser noticia y cuáles no. Si el último gol de un futbolista es noticia, ¿no lo debe ser su boda? ¿y su divorcio? ¿ y sus aventuras?
Y si la boda de un futbolista es noticia, ¿por qué no debe serlo la de un participante en Gran Hermano si, al fin, son los que más frecuentemente aparecen en TV y son conocidas todas sus intimidades? O, ¿por qué no debería ser noticia que Fulanito y Menganita salieron a comer juntos si todos sabemos quiénes son, y sí debería serlo, en cambio, un bombardeo sobre Kabul si nadie puede señalar este lugar en el mapa?
Así, los noticieros van introduciendo poco a poco comentarios realizados por personajes insignificantes, incluso chismes sobre la vida privada de quienes siempre se prestaron a ello; sin embargo, los noticieros no por ello duran más: ¿qué se está recortando?, ¿qué se considera sobrante? Lo que haga falta, con tal de hacer un lugar a los tontos: siempre fue más divertido reírse de ellos que escuchar hablar de lo suyo al maestro de escuela cuando se pasaba por la taberna.
Lo malo es cuando se escucha al tonto y el maestro provoca risas.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Fustigación social hecha con puntería costumbrista, en la línea sardónica de Larra y Pla...
El arquetipo del tonto del pueblo está presente en demasiados momentos de la vida diaria, y ese hábito de fisgar la vida de los ricos para proyectar en los atisbos una fantasía sublimadora se ha profesionalizado mediante unos programas de TV que ponen de punta el pelo de la nuca. Horripilación, literalmente.
Ese punto de horror, por debajo de la sátira, lo capta el artículo con sonrisa congelada.